Bussi. Por Mario Wainfeld

De los votos a la cadena perpetua

Fue el represor que mejor libó las mieles de la democracia. Llegó a ser gobernador merced al voto popular. Ningún otro Señor de la Guerra orbitó tan alto. Aldo Rico y Luis Patti estuvieron muy a su zaga tanto en tiempos del terrorismo de Estado cuanto en las urnas. Esa afrenta a la dignidad colectiva (un genocida elegido por el pueblo) será cada vez más exótica: el paso del tiempo es inexorable, la revelación de la verdad tiene un peso inapelable. La condena a cadena perpetua, el consenso potente que le da contexto, conforman un cambio que va más allá de la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad. Antonio Domingo Bussi acaba de entrar en el pasado.
La condena, en yunta con Luciano Benjamín Menéndez, agrega a la nómina de convictos a otra figura central del plan de exterminio. Las primeras sentencias recayeron sobre actores de reparto, no sobre oficiales de primer rango que infamaron su uniforme. Ese comienzo, que inspiraba el lógico recelo de que la Justicia rigiera sólo para la periferia de los genocidas, se va rectificando: el peso de la ley recae también sobre los más empinados. La ex plana mayor de la Armada viene zafando, de momento.
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Tras tantas idas y vueltas en la lucha por los derechos humanos, a veces es difícil registrar cuánto se ha avanzado por un camino que fue de todo menos sencillo y lineal. Nunca será bastante pero es mucho, si se lo compara con el pasado reciente o con la experiencia de otros países, en especial los vecinos.
Ahora funcionan muchos tribunales diseminados en toda la geografía nacional, el número de procesos y de sanciones crece en progresión geométrica. Se corresponde a esa tendencia que ayer Bussi haya recibido parte de lo que le corresponde: la máxima sanción legal posible, acompañada del masivo desprecio social. Hace quince años, hace diez o hace siete ese escenario parecía imposible.
El tribunal no terminó de darle sentido ejemplar a la sentencia. El mantenimiento de la prisión domiciliaria es injusto. El instituto, de clara raigambre garantista, podría llegar a ser admisible si fueran muy extremas las condiciones de salud del ex gobernador tucumano. Pero lo que ni aún en ese caso sería tolerable es que el genocida se estableciera en un country. Tamaña permisividad alienta la bronca de las víctimas sobrevivientes, de los familiares y de cualquier persona con apego a la ley.
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La magnitud de la segunda condena contra Menéndez y la primera contra Bussi es igualmente enorme, aun sin contar que les caerán bastantes más. Muchos otros juicios los esperan. Claro que esa multiplicidad debería (pre)ocupar a la Corte Suprema. Las causas están excesivamente dispersas. Es una dificultad creciente que la cabeza del Poder Judicial debería encarar de una buena vez: genera disfunciones, sobrecarga y expone demasiado a los testigos, ralenta los trámites.
Son avatares de un avance formidable, que se corresponde a una amplia victoria cultural. La perorata que vienen repitiendo los genocidas desde 1983 (“ganamos la guerra, los derrotados nos vencieron luego”) tiene una formulación falaz. Los criminales hablan de lo que no conocen: la opinión pública en una sociedad abierta. No yerran cuando registran la caída de su reputación al desprecio pero no saben percatarse de lo que realmente sucedió.
La necesidad de verdad y justicia, una consigna levantada por una vanguardia incomparable en términos históricos, los organismos de derechos humanos, se fue transformando en sentido común extendido. Lo que hace años predicaba un conjunto de personas nobles convenció a vastas capas sociales. La derogación de las leyes de la impunidad no llegó por un hecho aislado del príncipe, fue derivación de una seguidilla de luchas culturales y políticas internalizadas por millones de personas del común.
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Ese clima distinto, construido con herramientas democráticas y pacíficas, se ve alterado en los últimos meses por una sensación térmica digna de atención. El conflicto con “el campo” produjo escenas asombrosas. En algunos casos se trata de regresiones, de evocaciones reaccionarias, de tentativas de volver atrás: las cada vez más agresivas incursiones de Cecilia Pando son un ejemplo.
El cronista observa fenómenos aún más llamativos: su memoria no registra que, de 60 años para acá por lo menos, algún dirigente de partidos mayoritarios haya ganado consensos amplios asistiendo a la Sociedad Rural como Julio Cobos. El peso simbólico de esa ONG producía retracción, cuando no rechazo. La adhesión fervorosa a la dirigencia “del campo”, los actos masivos en pleno Barrio Norte depararon escenas inéditas, quizá no ponderadas aún en su real magnitud: jamás entre los argentinos la riqueza fue un imán proselitista. No hacía falta ser de izquierda o populista, el ideario de clase media imaginaba un límite con la riqueza, marcaba distancia con los bienes adquiridos por la pura herencia, hacía un culto de la movilidad social y de la educación como correa hacia el progreso.
Un imaginario edificado durante décadas fue sobresaltado en los meses recientes. Al tiempo, la corrección política ganada en los medios masivos abrió grietas inmensas al racismo y al clasismo explícitos, signos de intolerancia emitidos para un público de clase media por periodistas de clase media.
El lector preguntará cómo salda el cronista la tensión entre ese clima de avance cultural logrado en años de lucha y esa sensación térmica derechosa de este año. No se aventura a hacerlo, ni a anticipar desenlaces. Sólo sugiere que, aun con mucho terreno ganado, la lid continúa. Son datos que vale la pena analizar tras una jornada que, más allá de la inconsecuencia parcial del tribunal, quedará en la mejor historia de los argentinos.
Mario Wainfeld / Pagina 12

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